La tarde que Lorenzo llegó al gol por aclamación popular y la vía democrática

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Al gol, es una obviedad, se puede llegar por muy diversos conductos, pero, en la tarde del uno de mayo de 1994, Lorenzo escogió la vía popular para redondear la contundente victoria granota sobre el Cieza (4-1). Aquel partido estaba desposeído de cualquier tipo de mística. Los puntos no eran determinantes en la consecución de los desafíos aunque el valor final del triunfo obtenido por el propietario del feudo de Orriols nunca entró en negociaciones ante la notable superioridad local. El Levante había alcanzado, desde la perspectiva que concede la ciencia de las matemáticas, la naturaleza de promocionista hacia el espacio perdido unos años antes de la Segunda División A.

El aterrizaje de Jordi Gozálvez en el banquillo fue un fuerte detonante para despertar y para excitar las constantes vitales de un equipo que había caído preso de un terrible estado de melancolía en la parte intermedia del campeonato de la regularidad. Su caída fue proporcional a su huida hacia adelante en las semanas finales del ejercicio liguero en busca de nuevas proyecciones. Su arrebatadora explosión e irrupción en la clasificación general, tras la llegada del entrenador catalán, fue superlativa; como un volcán en continuada erupción.

Aquella tarde primaveral, que echaba el telón a la competición regular en el grupo III de Segunda B, en España se discutía con vehemencia acerca de la dimisión irrevocable de Antonio Asunción, a la sazón ministro del Interior con el PSOE, como consecuencia de la fuga de Luis Roldán, ex director General de la Guardia Civil. La talla de la crisis cernida, por sus enormes proporciones, motivó la inmediata suspensión del viaje que Felipe González tenía previsto efectuar a Bulgaria y Rumanía.

No obstante, aquel día soleado, que no parecía augurar ningún acontecimiento extraordinario, se tiñó de luto por el signo de la tragedia. Ayrton Senna, tricampeón del mundo de Fórmula 1, falleció al estrellarse su monoplaza en el circuito de Emola en Italia. El campeón brasileño tenía 34 años y con su desaparición regresaba a la primera línea de fuego el encarnizado debate establecido en relación a la seguridad de unos prototipos, con una potencia desmesurada, que volaban superando los trescientos kilómetros por hora. En el coliseo de Orriols la noticia de la muerte del piloto capitalizó el arranque de la confrontación.

El choque apenas si tenía trascendencia. Todo el pescado estaba vendido de antemano. No había espacio para la sorpresa. No fue un partido superlativo. Los goles azulgranas fueron cayendo de manera funcionarial engullendo a un Cieza que se fue empequeñeciendo al paso de los minutos. No parecía el equipo murciano un adversario de excesivo rango, ni de una consideración suprema para un bloque, en luna creciente, que se aceleró en los postreros encuentros del campeonato. Todo siguió el guion establecido.

Los seguidores locales, algo aletargados, festejaron los goles mientras hacía cábalas respecto a los equipos que podían cruzarse con el club granota en la temible Promoción a Segunda A. En los minutos finales de la confrontación el árbitro decretó una pena máxima. El duelo estaba decidido. Entonces la grada del coliseo azulgrana se despejó del sopor que la invadía. La atmósfera cambió de repente. Su respuesta a la pena máxima fue unánime. La masa social afín al levantinismo comenzó a corear el nombre de Lorenzo.

El grito fue adquiriendo fuerza y convicción resonando entre las gradas del hoy Ciudad de Valencia. Y no fue una mera anécdota. “Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo”, bramaban los aficionados presentes en la cita. En el interior del pasto verde el mensaje enviado caló. Los jugadores del Levante atendieron la petición del público. Y las miradas se centraron en Lorenzo que seguía con atención el curso de los acontecimientos. Fue una decisión sumamente democrática que el técnico respetó en su máxima expresión al igual que los jugadores.

Parecía como si hubiera un agujero en el tiempo regresando a la Roma clásica del Coliseo y los gladiadores. El pulgar hacia abajo era el símbolo de la muerte del luchador. El signo contrario marcaba el éxito y la supervivencia. Aquella tarde, como sucedía antaño en la ciudad romana, el veredicto de la grada fue coincidente. Parecía además como si el destino estuviera deseoso de premiar el esfuerzo cuantificable que cada jornada extendía Lorenzo sobre el verde tras fijarse la casaca del Levante. El movimiento obrero estaría orgulloso de Lorenzo. Su condición stajanovista del trabajo se materializaba cada fin de semana.

El 1 de mayo, por tradición, conmemora el Día Internacional del Trabajo. Sucede desde finales del siglo XIX aunque en su origen no era una jornada festiva. Había un componente reivindicativo detrás de esa fecha. Y Lorenzo era un fajador y un obrero que había emergido desde las tinieblas del balompié hasta conseguir un cierto status. El defensor había forjado su condición de futbolista profesional desde una entrega notable y desde una lealtad suprema en la protección de unos colores ubicado en la retaguardia, bien como central, bien como lateral izquierdo.

Esos valores le convirtieron en un jugador muy querido y respetado por el imaginario azulgrana en su estancia en el Levante. La pasión que ponía en la lucha por domesticar el esférico oscurecía otras carencias. Era un proletario del mundo del balón redondo. Quizás el aspecto más acentuado de su juego era el perfecto conocimiento de sus particularidades y también de sus deficiencias lo que le permitía separar esos antagonismos y enfatizar sus virtudes cardinales.

Aquella tarde frente al Cieza, y ante la proposición defendida por la totalidad de la grada, Lorenzo, que había recalado en la entidad procedente del Alcoyano en la temporada anterior al relato, aceptó el desafío. No era el especialista del equipo en la suerte de patear los penaltis. Quini solía ser el escogido para la ejecución desde los once metros. El defensor cruzó con parsimonia toda la orografía del terreno de juego para situarse en las inmediaciones del punto fatídico mientras sus compañeros le jadeaban. Lorenzo, contra el arquero del Cieza sin más argumentos que el balón y una idea antagónica entre ambos que oscilaba validando la concreción del gol y su negación más absoluta.

Los aficionados respaldaban sus movimientos agitando sus gargantas. Quizás nadie esperaba una resolución tan majestuosa. El defensor ni se inmutó. Imaginó en su cabeza la acción y la materializó. Lorenzo se comportó como si se hubiera hartado de lanzar desde los once metros durante su anterior trayectoria. En la corta carrera emprendida, en décimas de segundo, venció al guardameta y alojó el esférico cercando la escuadra. Quizás fue el gol más democrático de la historia de Levante.

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