La odisea de Pedja Mijatovic en un inacabable viaje a Xerez

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Quizás Pedja Mijatovic estuviera solo con sus pensamientos en el que parecía un lento e interminable desplazamiento a Xerez. Y hubo mucho trecho para discurrir. Y quizás le pareciese que el tiempo quedaba en barbecho; algo así como aletargado, tal y como sucede con esas tortuosas y almibaradas tardes veraniegas que nunca parecen tener un punto y final. No sabemos con seguridad cuáles eran los contenidos de sus reflexiones más internas, pero lo que es seguro es que se revolvía indomablemente en su asiento de aquel autobús que dejaba atrás varias provincias de España para trasladar a la sociedad azulgrana a una nueva aventura de la competición en el ecosistema de la categoría de Plata. Pedja se sentía prisionero en esa caja de hierro. Su cuerpo estaba en cautiverio. Parece irrefutable que había conocido, hasta su conversión en futbolista azulgrana, un balompié de quilates, pero aquel destello resplandeciente perdió alguna tonalidad para palidecer cuando decidió comprometerse con el Levante y descender varios peldaños en la escala de valores futbolísticos.

Hay un fútbol más espiritual y un fútbol más profano. En realidad esta historia empezó unas horas antes casi con el crepúsculo grisáceo de la mañana. Mijatovic estaba incluido en la lista de los jugadores convocados por Carlos García Cantarero para afrontar el duelo ante el Xerez en tierras andaluzas. El liderato salía a concurso en aquella cita. Las dos escuadras contemplaban al resto de los inquilinos de la categoría de Plata desde las posiciones más fortificadas de la clasificación. El Levante, envestido con la seductora condición de líder, ante un Xerez embozado que aguardaba, con la fe de los guerreros musulmanes, el enfrentamiento para arrebatarle ese estado. El duelo era estremecedor. Mijatovic quizás no tuviera en su mente la profundidad del itinerario a recorrer. Era como una peregrinación. O quizás sí que presintiera que podía ser eterno. El futbolista llegó al Ciutat de València con un moderno DVD y todas temporadas de Expediente X entre sus enseres.

Al subir al autobús captó la atención inmediata de la expedición. Los DVD portátiles todavía no estaban estandarizados en su uso. El atacante estaba dispuesto a desafiar a la secuencia temporal que se abría por el horizonte y a esclarecer todos los misterios y fenómenos paranormales de la famosa serie protagonizada por Fox Mulder y Dana Scully. El tiempo parecía su aliado. Mijatovic se adecuó en su sillón, puso el aparato en marcha y se ajustó los cascos para no interferir sobre el resto. Quizás el primer episodio no había concluido cuando se cuestionó en voz alta acerca del estado del viaje. El autobús del Levante se despedía la Comunidad Valenciana para adentrarse por las tierras manchegas de El Quijote tras atravesar Requena y la zona de Utiel. El horizonte de Xerez ni se adivinada a vislumbrar.

La pregunta provocó un gesto de hilaridad en el colectivo. En ese autocar había jugadores curtidos en desafiantes viajes que podían recordar a las epopeyas descritas por Ulises. El Levante siguió el plan concebido; hizo varias paradas, almorzó en ruta y arribó a Sevilla. En la capital hispalense estaba previsto realizar una sesión regenerativa de entrenamiento. Todo seguía el plan determinado. Mijatovic se ajustó las botas y saltó al verde. En su rostro se podía dibujar y adivinar el cansancio que acumulaba. El atacante siguió las coordenadas fijadas en este tipo de trabajos que persiguen con fin primordial recuperación al jugador, pero restaba el capítulo final. La costumbre era finiquitar el entrenamiento con un partidillo informal que permitiera al futbolista recobrar la alianza con el balón.

José Gómez, preparador físico por aquellos días, era el encargado de la conducción de esos enfrentamientos. Él era quien ponía el esférico en acción. Y normalmente cuando estaban dispuestos los dos equipos lanzaba el cuero al aire, pero, en ocasiones, cambiaba el formato. Su gesto hacía presagiar que el balón surcaría el cielo antes de caer aunque en el último instante buscaba otra dirección. Quizás fuera por la fatiga o quizás fuera por esa luz cegadora del sol enrojecido del ocaso, pero lo cierto es que Pedja Mijatovic perdió de vista la ruta que emprendió la pelota y cuando trató de regresar y de precisar la vista ya era demasiado tarde para mudar los acontecimientos. El cuero impacto con violencia sobre su rostro. Mijatovic golpeó el tapete ante un silencio que parecía sepulcral. A veces, ese sigilo presagia la chanza. Fue exactamente lo que ocurrió; aquel mutismo tornó, de repente, en una carcajada colectiva mientras Mijatovic se dirigía al resto jurando en arameo palabras que no debían ser muy sonoras. El partido se disputó unas horas más tarde con victoria local. Nuestro protagonista afrontó sesenta y nueve minutos antes de tomar el camino hacia los vestuarios. Entonces faltaba consumar el viaje de regreso. 

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