Manuel Preciado, lecciones de vida

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El pasado seis de junio se cumplieron diez años del fallecimiento de Manuel Preciado.

Seguro que en la vida hay momentos puntuales que recuerdas con una nitidez absoluta.

La muerte de Preciado me pilló en un curso de inglés que los trabajadores del Levante recibíamos en la sala de prensa del estadio Ciutat de València. Recuerdo que José Gómez recibió una llamada y se ausentó durante unos minutos de la clase. Volvió con la mirada perdida y con el rostro totalmente desencajado.

Hasta tal punto que la profesora interrumpió su explicación para preguntarle si se encontraba bien. Evidentemente no estaba bien. Nadie de los allí presentes podíamos imaginar el contenido de aquella terrible noticia.

La mañana comenzaba a despuntar cuando sentimos una puñalada cortante y devastadora que horadó cada uno de nuestros corazones. En aquella clase había gente que había compartido vestuario con Preciado durante su estancia en el banquillo azulgrana.

El bigotes, como le apodaban cariñosamente los futbolistas, fue preparador del Levante durante el curso 2003-2004.

Todos los granotas, conversos, de nuevo cuño o de profundas raíces, sabrán a estas alturas del relato que aquel Levante que lideró emergió desde las catacumbas para regresar a la Primera División cuarenta años después del por entonces único desembarco en la elite. Aquel legendario ascenso permitió que los granotas de mi generación sintiéramos una paz espiritual que jamás habíamos percibido.

Experimentamos que el nirvana existía. Fue un estado de felicidad superlativo.

La relación que veníamos manteniendo con el Levante era tan tortuosa como alambicada. Crecimos asidos a la desafección. Éramos perdedores.

En el verano de 2003 yo trabajaba en la redacción de deportes de Diario de Valencia. Cuando se oficializó la contratación de Manuel Preciado me puse en contacto con él telefónicamente. Me respondió con esa particular voz cascada que hablaba desde la sinceridad y desde las profundidades de las emociones. Ese era Preciado.

De repente, la conexión se cortó. Y su móvil no emitía señales. Unos minutos más tarde la recepcionista del periódico me dijo que tenía una llamada.

Era Preciado y lo primero que hizo fue disculparse. Había accedido al garaje de su casa y se había interrumpido la comunicación. Ese también era Preciado.

Era un tipo llano y sencillo. Espontáneo y accesible. Alguien le tildó de paisano. Fue una definición afortunada. Preciado era como de la familia. Bastaba cruzar un par de frases con él para caer rendido a sus hechizos. Le ocurrió a mi madre en un partido que enfrentó al Levante y al Málaga B en La Rosaleda. Vencimos 1-5 y el míster estaba exultante. Al finalizar el duelo nos cruzamos a las puertas del estadio. Se dirigió a mi madre y le extrajo una amplia sonrisa. Con el tiempo mi madre solía preguntarme con frecuencia por él, aunque nunca más volvió a verlo.

Preciado podía ser tan fascinante como encantador. Tenía esencia de alquimista o de mago.

Los jugadores iban a la guerra santa con él sin pestañear porque sentían que era de los suyos. Sabía mantener la distancia y a la vez ser muy cercano. En el Levante cuentan que multaba a los jugadores que hacían mutis por el foro para no acudir a las cenas grupales. También cuentan que los futbolistas entrenaban con espinilleras. En su forma de entender la profesión del fútbol, tan personal como intransferible, acentuaba que se jugaba en los partidos oficiales tal y como se entrenaba en cada una de las sesiones semanales.

Un día me dijo que iba para médico, pero que acabó siendo futbolista. Más tarde su propia evolución, quizás desde un sentido darwinista, le guio hasta el banquillo. La sinceridad en sus manifestaciones siempre fue abrumadora.

Con el tiempo descubrí que Preciado era mucho más que todo eso. Era un compendió de metafísica y de sentido común. Manolo tenía el conocimiento que otorga la vida. Ese conocimiento es el más complejo de adquirir. No hay universidades, ni escuelas que validen esa sabiduría. Así que cuando hablaba tocaba callar y sacar la libreta para coger apuntes y extraer ideas.

Preciado estaba facultado para ofrecer lecciones de vida, aunque nunca se comportó de esa manera. No era nada dogmático.

Cuando le conocí todavía no había perdido a su hijo pequeño, pero ya era viudo. En una entrevista surgió el tema. Yo pausé la grabadora. Él me dijo que no lo hiciera. “La vida es para los supervivientes”, vino a decirme. El destino puede ser trágico, pero quizás entendió que con el destino no se puede debatir. No hay códigos que permitan explicar el porqué de determinadas acciones.

Preciado era un tipo vital, pese a lidiar con el infortunio y la desventura. Siempre alzaba la vista para mirar al frente. Era puro vigor. Destilaba energía. Siempre había algún misterio que desentrañar. A mí me cautivaba esa capacidad que mostraba para relativizar los golpes y también los éxitos. Era la antítesis de la arrogancia, aunque tenía un punto chulesco que también fascinaba. Diez años después de su desaparición creo que todos los que le conocimos, en mayor o menor profundidad, le seguimos echando de menos.       

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