De cómo la moto de Pirri hizo la luz en la oscuridad del vestuario del Ciudad de Valencia
Los años ochenta nacieron mientras el mundo entero lloraba la muerte de John Lennon, asesinado cruelmente delante de la fachada del edificio Dakota ante los ojos vidriosos y desesperados de Yoko Ono. La memoria de esos años acentuaba la soledad y la ansiedad. El club atravesaba por una de las típicas crisis que, cíclicamente, fustigaban su existencia poniendo en entredicho su viabilidad como entidad deportiva. El descenso desde la Segunda División A a la Tercera División en el verano de 1982, mientras España se desvanecía en el Mundial que capitaneaba como país organizador, fue una triste metáfora de los acontecimientos que comenzarían a cernirse. Las cuantiosas deudas carcomían a la sociedad.
Y las secuelas no tardaron en materializarse. En ocasiones, el agua y la luz se convertían en bienes codiciados. Y en algunas ocasiones, el Nou Estadi carecía de esos elementos que podrían catalogarse de primera necesidad. Sucedió a mediados de los ochenta con el equipo instalado en la cuarta categoría del balompié. Aquella mañana amaneció sin fluido eléctrico en la instalación. Y lo más peligroso; tampoco había indicios de que llegara en breve la luz. El problema era inmediato y afectaba de lleno a los jugadores. A la hora convenida los futbolistas fueron arribando con sus pertenencias decididos a proseguir los entrenamientos. El vestuario azulgrana carece de iluminación natural. No hay ventanas al exterior, ni resquicios para la entrada de un misericorde haz de luz. Ni tinieblas; ni claroscuros.
Reinaba la oscuridad más absoluta. Los futbolistas se agolpaban en la puerta de acceso en busca de soluciones. Algo tan banal como ponerse la ropa deportiva y pegarse una reconfortable ducha como epílogo a la dura jornada de trabajo se antojaba una quimera. Del pequeño grupo compuesto por todos los miembros del plantel y del cuerpo técnico surgió la figura de Pirri. Hombre de recursos, y levantinista confeso desde tiempos pretéritos, Pirri detentaba por entonces la función de utillero. Además era una especie de consejero espiritual de los jugadores. Pirri encontró una resolución al grave problema. Su cerebro se iluminó. A veces en medio del drama surge un instante efímero para estimular la sonrisa.
La imagen, tan caótica como tragicómica, porque debajo del drama hay capas de comedia, a veces, más propia de una película de Berlanga, quedó grabada en la mente de los protagonistas. Pirri salió al exterior del recinto y cogió su moto. De inmediato regresó. Pegó un chillido, para hacerse un hueco, y entró al corazón del vestuario asido a su ciclomotor. Allí ante la mirada entre incrédula y atónita de los futbolistas arrancó su viejo vespino y se hizo la luz. Los jugadores aprovecharon para ponerse la vestimenta deportiva y saltar al césped con el fin de ejercitarse. Pirri repitió meticulosamente la operación a la conclusión de la sesión. Con una paciencia de santo enfocó la zona de las duchas para que los jugadores pudieran ducharse. Después cada uno desde su taquilla le pedían que alumbrara hacia la derecha o a la izquierda, según las necesidades. Pirri, complaciente, seguía las indicaciones que iba recibiendo mientras mantenía encendida la moto y recibía una de las ovaciones más cerradas que recuerda.